Por Cami Grippo

21 de diciembre del 2024

Es domingo y mi cuerpo lo sabe. Me espera un recital largamente esperado, pero el cansancio pesa. Mis días previos fueron oscuros, de ensimismamiento, propios quizás de fin de año, donde todo parece acumularse: balances, duelos, cansancios. Me pregunto cómo debería sentirme hoy. No es cualquier evento: es el regreso de la banda. Un reencuentro con una parte de mi historia. Y sin embargo, algo de esa vuelta al pasado me incomoda.

La motivación llega de a poco, en cuotas. Lo primero que me entusiasma es que voy con dos viejxs amigxs, compañerxs de ruta desde la adolescencia. Con ellxs compartimos cancha, recitales, rituales de barrio. Hay una nostalgia que empieza a pintar todo de amarillo. Lo segundo: el recital es en el estadio, a pocas cuadras de casa. Vamos caminando, como cuando teníamos 16, con un viajero de fernet y unos porritos. Pateamos las calles que alguna vez sentimos nuestras, sin miedo, a puro canto. Abrazos que sostienen.

Pero algo cambió. Me veo desde afuera y ya no soy esa piba con rastas, morral y toppers. En los últimos años me volqué a las raves, la noche extensa y etérea. El techno, el baile como trance, la comunidad de lo fugaz. Esa transformación fue post pandemia, después de esos meses —años— de encierro y grisura. Quise volver a vivir. Pero algo de aquella chica sigue ahí, bien pegado en el fondo. Me habitan muchas versiones de mí. No soy la misma, pero tampoco soy otra. O tal vez sí.

Entro al estadio con todas ellas. Caminamos juntas. Empiezo a observar todo con ojo clínico. Me detengo en la marea de cuerpos, en las remeras de bandas hermanas —DLSO, Callejeros, La Renga, Los Fundamentalistas—, en los cánticos políticos que estallan desde un rincón de la tribuna: “Milei, basura, vos sos la dictadura”. Pañuelos verdes, remeras de Evita. El clima de cancha, de rock y de lucha se entrelazan. Hay un hilo rojo que une todo. Me reconozco.

Vamos al baño, y después al corazón del estadio. El primer tema es “María y José”, tal como predijo mi amigo. Empieza el pogo. Dos o tres temas y ya me duelen las rodillas, pero aguanto. No vine a ver pasar la historia. Banco la parada y sigo.

Entonces llega el bajón: suena “Canción de cuna”, un tema que habla de la mapaternidad. La emoción me desborda. A mi alrededor, pibas de todas las edades se conmueven. Algunas son madres, otras lo desean, algunas quizás lo fueron. Yo estoy —como siempre— en la indecisión. La letra dice: “Nunca nadie me dio tanta luz, para nadie fui tan importante” y siento un nudo en el estómago. Me brotan lágrimas y hasta pienso si no tendría que tener un hijo. Algo que transcienda de mi y me permita escapar de mi mente. Pienso en mi vieja. Me abrazo con mi amiga. No es tristeza: es algo más hondo.

El show continúa, poderoso. Miro las plateas y me pregunto cómo sería estar allá, sentada. Mi amiga lee mi pensamiento: “Creo que no podría estar en la platea”. No, definitivamente no. Esto se vive con el cuerpo, con los músculos y el sudor.

Empieza “Ando ganas”, un tema sensual y melancólico. Me remonta al primer amor, al primer rechazo. Bailamos lento, como en una danza acuática. Nos rodea un grupo con bandera propia, repleta de logos. Mi amigo recuerda la que hicimos hace 16 años y anuncia que la va a traer la próxima fecha. Recuerdo aquella bandera pintada en una juntada colectiva, con la frase “Todo lo demás no es nada”. Veo la que lleva tatuada mi amigo en su brazo: “Un tatuaje azul, en la voz azul”. Pienso en el hermano que perdió hace unos años: “Voy a llevarte en mí, y ahora sé muy bien que me llevarás hacia donde estés. Un tatuaje azul, en la voz azul…” Pareciera que los recuerdos se agolpan, quieren derribar la puerta de nuestro presente. Acá hay mucha gente que perdió a alguien.

Ya es casi el final. Mi cuerpo está agotado, pero resisto. Suena un tema explosivo, con ritmos murgueros. Se arma baile, más que pogo, mini rondas, pasos de murga, abrazos espontáneos. Una pareja se besa y siento que la vida puede ser hermosa. Recuerdo algunas palabras del negro Dolina: vivir con la conciencia del dolor. Algo así como bailar sabiendo que el mundo arde, besarse fuerte, aunque afuera todo esté jodido. Me viene a la cabeza una imagen del Mundial, aquel que ganamos y que se tradujo en alegría popular. Una foto circuló por esos días: una chica y un chico besándose en lo alto de un poste. No sé si se conocían, algunos dicen que no. Amor y dolor. Alegría y desidia. Todo junto.

Antes del último tema, presentan a la banda. Me siento en el piso porque este momento suele ser largo. Veo zapatillas y pienso en Cromañón. Un pibe con remera de Callejeros me recuerda ese fantasma colectivo. Y entonces suena “Maradó”. Las pantallas muestran su rostro, su fuego, su leyenda. El estadio explota. Todxs cantamos. Todxs lloramos.

El pogo final es feroz, pero ya estoy cansada. Me retiro hacia atrás. Mis amigos se pierden entre la multitud, pero sé que nos encontraremos luego.

Salimos del estadio despacio. Nos arrastramos con las últimas energías. Es tarde, ya es lunes, queremos una birra, una ducha, algo caliente. Sabemos que mañana va a doler, pero valió la pena. Siempre vale la pena.

Camino con todas mis versiones. La piba, la adolescente, la mujer. Soy todas. Estoy viva. Este recital no fue solo un regreso de la banda: fue un reencuentro conmigo misma. Tiene razón Dolina: salimos para olvidarnos un poco del mundo, o para recordarlo, conscientes de que todo se termina en algún momento. Pienso que el amor es compartir y que la soledad ya no me cabe en el cuerpo. Estoy segura que la salida es colectiva y es bailando, con mis amigxs.