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Cromañón, la herida abierta

Por Cami Grippo

En el 2024, con mis estudiantes de quinto año del secundario, fuimos a visitar el santuario Cromañón. El año anterior habían leído la novela En zapatillas, de Mónica Jurjevcic. Una novela juvenil cuyo protagonista, Martín, un adolescente que está en el último año del secundario, estuvo esa noche – la del 30 de diciembre del 2004 en el recital de Callejeros- y sobrevivió; pero no sobrevivió- y no pudo salvarla- a Mariana, su amiga de siempre y su amor. En todo el relato, Martin se debate entre el recuerdo y el presente, entre el trauma y el transcurrir de su vida.

Me comuniqué con madres del Movimiento Cromañón, tuvimos una reunión vía zoom para ver cómo queríamos encarar la visita. Les conté que éramos profes de Literatura – junto a Nadia, mi colega de 4to-, que habíamos leído una novela y que nuestrxs estudiantes habían quedado prendidos a la historia. Nos preguntaron cuál era nuestra perspectiva del hecho. Nos avisaron, de antemano, que no se había tratado de una tragedia, sino de una masacre. Enfatizaron este término: masacre.

Me gustó esa diferencia: masacre tiene raíces francesas y latinas, significa carnicería o matanza. Lo que sucedió aquella noche del 30 de diciembre del 2004 no fue una tragedia, porque las tragedias son hechos involuntarios, imposibles de prever, que te parten al medio, donde no buscas culpables o responsables (aunque siempre los encontramos, en cualquier lugar donde aparezca la muerte, siempre hay alguien que podría haber hecho otra cosa; incluso el mismo muerto: podría haberse cuidado más, por ejemplo, si le agarró cáncer de pulmón etc.). En cambio, la masacre esconde una intención, una provocación. Alguien masacra a otro deliberadamente.

En lo literal del término, Omar Chabán – dueño del boliche- no prendió fuego a lxs pibxs con sus propias manos. No quiso matar a nadie. En lo simbólico sí: se sirvió de coimas para sobrevender entradas, no habilitó puertas de emergencia, cortó el agua de los baños para que la gente compre bebidas y se ahogue, permitió la entrada de bengalas, etc. Esto habla del sujeto como culpable y responsable – de allí la pena que se le concede-. Lo deliberado acá no es literal, pero es contundente para provocar un crimen.

Una de las madres también nos contó la intención de lxs familiares de reabrir el boliche como espacio de memoria. Esto era algo que no podían lograr hasta el momento. Este año, la Cámara de Diputados aprobó extender por cuatro años el plazo para expropiar el predio, porque el proceso lleva tiempo.

La apertura del ex boliche como espacio de memoria es una lucha constante de familiares y sobrevivientes para honrar a sus muertxs, buscando transformar el lugar de una masacre en un símbolo del “Nunca más”, un sitio para la memoria colectiva, la educación y la reflexión sobre la impunidad y los derechos humanos, con proyectos legislativos para su expropiación y uso como Espacio de Memoria. Las madres, un espacio de memoria, otro grito del Nunca más. Otro grito de memoria en la Argentina.

Aquel día recorrimos el santuario, lleno de intervenciones artísticas y políticas, frente a la puerta del boliche, vimos una muestra de fotos mientras las madres nos narraban los hechos.

Luego del incendio, la calle Bartolomé Mitre, en la cual se encontraba el local, fue cerrada al tránsito vehicular por orden judicial. En una esquina se colocó un monumento que recuerda a las víctimas con fotos y ofrendas, y en el terreno adyacente a la estación de tren se inauguró una plazoleta con placas y otros elementos.

Mis estudiantes estuvieron mayormente en silencio, escuchando. Lloraron, se emocionaron y algunxs se animaron a hacer preguntas. Una piba preguntó qué pensaban de la banda, de la responsabilidad de Callejeros. La respuesta de una de las madres no sorprendió: “no son culpables, pero sí responsables”.

Vimos el santuario: la foto de cada una de las víctimas de esa noche fatal. Es escalofriante: fotos de jóvenes, niñxs, bebés, chicas y adultos. Finalmente, las madres nos regalaron una bandera con la frase “EL ESTADO ES RESPONSABLE”. Y también una bandera en blanco, para que mis alumnas y alumnos la intervengan como quieran y la lleven de vuelta el 30 de marzo – fecha de calendario escolar para conmemorar el hecho ya que el 30 de diciembre no hay clases y no tiene resonancia hacerlo-.

Me acuerdo perfectamente del 30 de diciembre del 2004. Yo tenía 14 años. Me desperté el 31, a media mañana, y mi vieja me avisó lo que había pasado.

Me instalé en el sillón a ver los noticieros. La tele transmitió todo el día, el minuto a minuto. Ambulancias que no paraban de llegar, personas que corrían por la calle, heridos por todos lados, hospitales colapsados.

Me marcó: yo escuchaba mucho rock, pertenecía en parte a lo que se consideraba como rolinga, medio hippie también, y amaba toda esa cultura. Era parte de ella. No iba a recitales todavía – empecé a hacerlo un año después y coleccioné todas las entradas, en ese momento eran físicas-.

Siempre me gustó la música de Callejeros. Sus canciones, y especialmente, las letras. Cantaban sobre ser libres, sobre la represión, el aborto, la politica, el amor.

El arte, la literatura, la escritura y la música pueden acercar a Ixs pibxs a una realidad que no conocen; construyen memoria y relatos, narrativas no antes contadas. También generan identificación y apropiación. Lo sabe todo aquel que fue joven. Martín, el pibe de la novela de Jurjevcic, tiene la edad de mis estudiantes, le pasan las mismas cosas, hasta que se ve sumergido en un trauma inesperado. Y, durante toda la historia, veremos cómo hace para sobrevivir con eso.

Cuando salió la serie de televisión tardé un poco en verla. Sabía que iba a ser potente. Lo audiovisual tiene eso que los libros no: imágenes chocantes que se te quedan grabadas en la retina. No puedo olvidar la escena del incendio -a escala real, en plano secuencia- y los cuerpos amontonados en una salida de emergencia, sin poder salir. Una injusticia que se te impregna en el alma.

Así como una cosa lleva a la otra me acerqué a otra obra literaria: El día que apagaron la luz, de Camila Fabbri. Una crónica literaria sobre los recitales de Callejeros del 28, 29 y 30 de diciembre del 2004. Fabbri era adolescente y había asistido al recital el día anterior al incendio. Recoge en ese libro testimonios y fragmentos de otros sobrevivientes y familiares. El eje no es solo el incendio, sino el después: el miedo, la marca en el cuerpo, la conciencia de fragilidad. Y no intenta explicar Cromañón sino que lo recorre, lo habita. Fabbri escribe Cromañón como herida generacional.

Por esos días y después- aún hoy- circuló la frase “La música no mata”, un poco para no culpar solo a la banda y para que no empecemos a demonizar los recitales o los eventos musicales. No es por ahí el control. Las condiciones óptimas deben estar dadas por quienes organizan estos eventos y tienen el poder de hacerlo. De allí cabe la escalera de responsabilidades donde, creo yo, Callejeros está abajo. Esta es una opinión que no tiene ningún sentido porque yo no perdí a un hijo esa noche, a mi no se me desgarró el alma para siempre.

Como generación de la calle, el rock y la juventud de los 2000, esta es nuestra herida abierta. Sigamos hablando de Cromañón.

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