Eddie y Manda Miller se encuentran sentados en uno de los extremos de la cama. Están en su habitación, conversando… o más bien tratando de buscar alguna explicación. Sus rostros dejan ver sin disimulos el cansancio pero mucho más la desolación de no haber sabido detectar lo que estaba ocurriendo. “Fuiste una buena madre” le dice él a ella. “Fuiste un buen padre” le dice ella a él.
Y entre consuelos y llantos recuerdan el día que le compraron a Jamie –su hijo- una computadora, y la cantidad de horas que pasaba frente a ella. “Pero estaba en su habitación ¿no? Creímos que estaba a salvo ¿no?” dice entre sollozos Eddie para terminar de convencerse a sí mismo de que no pudieron haber hecho las cosas mucho mejor que eso.
Por la vertiginosidad propia de la producción de contenidos audiovisuales, quizás ya cueste reconocer la escena anterior: se trata del último capítulo de “Adolescencia”, la serie furor de Netflix estrenada en abril de este año, y que recientemente fue el argumento para que Owen Cooper –quien personifica a Jamie- recibiera un premio Emmy por su actuación.
Lo interesante de este último pasaje es que trae a colación dos afirmaciones en lo que refiere a redes, tecnologías, y plataformas virtuales en general: la primera es que ya no estamos solos. El hecho de encontrarnos físicamente solos en un espacio determinado no implica por sí mismo que nos encontremos solos en otros planos. Es decir, podemos encontrarnos en nuestra habitación sin nadie más alrededor, pero probablemente en ese momento mantengamos una conversación por WhatsApp, estemos compartiendo alguna historia en Instagram, o nos encontremos mirando una serie o algún programa de stream.
Así como en otro momento la ciencia ficción se encargaba de imaginar autos voladores, viajes espaciales y hogares absolutamente automatizados –todos ellos vaticinios que se han cumplido- hoy lo ficcional pareciera ser imaginar a una persona sola, en todas las formas posibles.
La segunda afirmación no es actual, pero en este contexto reaparece con más fuerza: el medio es el mensaje. El concepto no es nuevo. De hecho, ya pasó más de medio siglo desde que el canadiense Marshall McLuhan la utilizara por primera vez, como una especie de Nostradamus de lo que traerían los tiempos venideros.
A grandes rasgos, lo que sostiene esta hipótesis es que, más allá de los contenidos puntuales de cada medio, lo sustancial es cómo ellos modifican nuestras rutinas y nuestras formas de percibir el mundo en general. Esa teoría podemos aplicarla también hoy a las redes sociales, plataformas digitales y tecnologías de la comunicación que atraviesan nuestra vida.
Pensemos algunos ejemplos puntuales: hace unos 25 años atrás si alguien quería ver su programa de televisión favorito –ya sea informativo, de ficción o entretenimiento- tenía que sentarse frente a su televisor en un día y horario determinado, y por ende acomodaba el resto de su rutina en torno a eso.
En épocas de teléfonos fijos, había que acordar previamente con la persona que se quería hablar para que esté en el horario del llamado en su casa, y así poder dialogar tranquilamente. Si querías conocer a alguien, el primer contacto generalmente era personal, porque no se podían responder historias por DM, porque las redes sociales aún no existían.
Los tiempos han mutado, pero la afirmación sigue vigente: los medios y tecnologías condicionan nuestros hábitos y rutinas, desde realizar una compra a miles de kilómetros del lugar en el que vivimos, acordar un encuentro casual con alguien, hasta escuchar música en un idioma absolutamente desconocido. Las posibilidades son casi infinitas.
En ese sentido, y retomando la idea inicial, no solo ya no estamos solos sino que además habitamos mundos digitales. Podemos, hasta cierto punto, prescindir de nuestro cuerpo porque nuestra presencia digital está garantizada. Y hablamos de mundos efectivamente en plural, porque si algo caracteriza a la digitalización de la vida es la posibilidad de encontrarse en muchos lugares en simultáneo. Citando al título del film ganador del Oscar a la mejor película en 2022: Todo en todas partes al mismo tiempo.
Esta digitalización no es gratuita: ya no es novedad que todas nuestras redes sociales, plataformas on demand, aplicaciones on line y billeteras virtuales, funcionan con nuestros datos. El algoritmo lo sabe todo y en todo momento. Lo que comemos, miramos, conversamos o jugamos ya no es un secreto para la industria. Así funciona, y así lo aceptamos. La digitalidad no tiene nada que envidiarle a Dios: es omnipresente y no hay secretos para ella.
Por otro lado, esta capacidad de multiplicarnos es también un condicionamiento que los propios medios le han de alguna manera impuesto a nuestro presente: es posible –muchas veces inevitable- trabajar al mismo tiempo que miramos una serie o un partido, realizar una actividad física mientras escuchamos música o un podcast, o asistir a un evento social justo en el mismo momento en que planeamos las próximas vacaciones por un grupo de WhatsApp.
Esta especie de multiverso que habitamos pone de manifiesto nuevamente la afirmación que hiciera McLuhan: son los medios de comunicación –o las tecnologías en general- las que afectan y modifican nuestras formas de entender el mundo y actuar sobre él.
Eddie y Manda cerraron la puerta de la habitación de Jamie y dieron por hecho que estando dentro de ella bastaba para que él esté a salvo. Sin embargo, en el momento en que le regalaron una computadora, abrieron una puerta al infinito y a muchísimas posibilidades –y también peligros- que seguramente les resultaron inimaginables.
De lo anterior surgen entonces algunas ideas generales: la primera es que si existe la necesidad de habitar esos infinitos mundos, también debe existir la responsabilidad y el cuidado para entrar en ellos. Y esas responsabilidades y cuidados no le caben solo a adolescentes y juventudes, sino a todas las personas que circulan por ahí, independientemente de su rango etáreo.
La ingenuidad y el descuido se pagan caro: desde estafas, problemas de ludopatía temprana y secuestros virtuales hasta el grooming y el ciberacoso son en buena medida consecuencias de no dimensionar qué es lo que potencialmente se pone en juego dentro del universo digital.
Por otro lado, y en un tono más alentador, el presente tecnológico amplía y democratiza el acceso a la información. Esto no implica negar que la censura dentro de las redes sociales sigue existiendo. Pero supone reconocer que la posibilidad y el acceso a diferentes contenidos están hoy en su punto más álgido, y que ese punto probablemente vaya escalando con el tiempo.
Esa democratización abre la posibilidad de cumplir –o al menos intentar cumplir- con una consigna universal: un mundo donde quepan todos los mundos. El genocidio que lleva adelante el Estado de Israel contra el pueblo palestino, la represión de cada miércoles a los grupo de jubilados o los desplazamientos de las comunidades mapuches en el sur por parte de los grandes terratenientes, permanecerían en la más oscura de las sombras si no contáramos con las posibilidades informativas de la actualidad.
Ante la imposibilidad para muchas personas de estar poniendo –en términos tradicionales- el cuerpo en los lugares de conflicto, se presenta la alternativa de llevar hasta esos lugares al menos la presencia digital: esto es compartir y viralizar la información, ser desde ese lugar compañía y apoyo estratégico para quienes están en los territorios.
A riesgo de hacer futurismo, lo que cabe entonces es pensar cómo lograr que todo ese enjambre tecnológico democratice la información, el goce, el ocio y una mejor vida para las mayorías.



