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Momo Sampler: a 25 años de la última joya patricia

El viernes 17 de noviembre del año 2000 llegaría a las bateas de todo el país Momo Sampler: el décimo álbum de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Nadie lo sabía aún, pero estábamos asistiendo a lo que sería la última parada de la travesía ricotera.

Si en El último bondi a finisterre –álbum predecesor de Momo Sampler publicado en 1998- ya habían pateado el tablero en cuanto a la estética sonora y física, la banda platense con su último trabajo discográfico no hacía más que confirmar y afianzar el rumbo: un rock psicodélico lejos de ser clásico, con guitarras exquisitas que se camuflaban entre sintetizadores y músicas electrónicas.

Ese viaje experimental resultó ser un arma de doble filo: mientras que por una parte de las huestes ricoteras y de la crítica fue bien recibido y celebrado este nuevo aire, los seguidores más conservadores no vieron con buenos ojos, ni escucharon con buenos oídos, esas canciones que se alejaban de los formatos de canción ensayado en los primeros álbumes.

Para pensar y armar el disco hubo que recorrer dos caminos que se entrecruzaron constantemente, pero que necesitaron de agentes diferentes para ser transitados y completados. Por un lado las canciones: composición, selección, grabación y masterización del material que formaría la lista definitiva. Por el otro: armar un packaging que se corresponda y esté a la altura de la lírica.

Nuestra última aventura sobre un blues

El tándem Solari-Beilinson estuvo a cargo de la creación de todas las canciones del disco, dejando fuera a los otros integrantes de la banda: Semilla Bucciarelli, Sergio Dawi y Walter Sidotti. Si bien este modo de componer se venía sosteniendo desde discos anteriores, en Momo Sampler ese carácter en la composición se acentuó.

Otra particularidad del décimo álbum fue que participaron desde el primer minuto Hernán Aramberri -que ya venía trabajando desde el disco anterior en baterías y samplers, y que posteriormente siguió junto al Indio Solari en su carrera solista- y Mario Breuer, ingeniero en sonido y grabación.

El proceso comenzó en Luzbola, el estudio de grabación que tiene Solari en su casa de Parque Leloir y consistió en una escucha casi infinita de discos de los más diversos. De esa escucha fueron sampleando partes: es decir tomaban fragmentos de distintas canciones, las recortaban, hacían alguna o varias modificaciones y ensamblaban esa parte a una nueva canción. 

A priori, parecería ser que el disco se construyó como una especie de Frankstein musical: tomando una línea de bajo de acá, una pulsión rítmica de allá y un riff de guitarra de vaya saber dónde, para luego unir los componentes. Si bien esto es así, lo cierto es que posteriormente se grabaron en estudio todos los instrumentos, y todos los músicos tocaron cual sesionistas, a excepción de Sidotti, ya que todas las baterías fueron grabadas por Aramberri.

Son un total de 11 canciones, pero no hay hits. Quizás lo más cercano a eso sea el track número 10: Una piba con la remera de Greenpeace, pero lejos está de tener la simpatía radial que en su momento tuvieron La Bestia Pop, Un poco de amor francés o Un ángel para tu soledad. 

“Seamos sinceros, no creo que sea el momento para hacer un hit de verano”, afirmaba el Indio Solari, en un contexto marcado por la libertad absoluta para los mercados, un desfinanciamiento atroz a las entidades estatales y una deuda pública que se acrecentaba diariamente. Pasaron 25 años, pero no parece tan distante…

De ese entorno de miserias y crueldades, se desprenden canciones que relatan específicamente la violencia de aquellos días: Sheriff, La murga de la virgencita y Rato molhado narran algunas de las historias más crudas del disco.

La única canción que quedó fuera –y que pasó a ser parte de la inmensa obra inédita de la banda- fue La Reina Momo, que en uno de sus versos reza: “Quizás ya sea demasiado tarde para mí, y para mi última aventura sobre un blues”, anticipando quizás lo que acontecería más tarde.

El concepto que guía todo el álbum trata sobre el carnaval, y aunque muchas veces se lo tildó de “oscuro”, sus creadores preferían decir que era más bien dramático: “Lo que hicimos fue una suerte de drama musical, una escenografía sonora donde transcurren las historias” decía el Indio. Skay suscribe a la afirmación anterior y agrega: “Último bondi y Luzbelito para mí son mucho más oscuros”.

Momo Sampler, señalarían sus creadores, también versa sobre el travestismo. Por un lado lo sonoro, si bien se asienta sobre una matriz esencialmente rockera, va deambulando y dialogando entre las texturas generadas por los samples y los sintetizadores con rítmicas de blues, funk, algún aire murguero e incluso algunas reminiscencias de música celta.

Por el otro, los personajes que recorren todas las letras de Solari aparecen como siempre, envueltos en un halo de misterio –a veces con un fulgor sacrosanto- y como si fueran desfilando o marchando disfrazados, como efectivamente sucede en los carnavales. Y queda además flotando –como metáfora- una pregunta: en todo este carnaval mediático, social y político, ¿qué lugar ocupamos nosotros?

Un galpón de luz

Armar el disco en formato físico requirió poner en funcionamiento una mini industria metalúrgica. Luego de barajar varias ideas, decidieron que el disco llevaría en su centro un escapulario o medallón de metal: la cara del momo. Pero para eso era necesario conseguir el material para fundir y armar todas las matrices que llevarían las 250.000 copias editadas.

El encargado de ilustrar el concepto fue Rocambole, el artista plástico que trabajó con Los Redondos desde el primer día. Éste contactó a la empresa Grafikar de La Plata, a cargo de Flavio Mammini, para preguntarle si era posible llevar a cabo tamaña empresa. El imprentero, que nunca había desestimado un desafío, también se subió al barco del Momo.

Lo primero fue seleccionar el material para el medallón: descartaron el hierro y el aluminio porque eran materiales muy caros y pesados. Hicieron una prueba con plomo, pero tampoco resultó. Hasta que alguien les sugirió probar con líneas de linotipia, que se usaban antiguamente para imprimir periódicos, y esa terminó por ser la mejor opción.

El problema era que la linotipia se utilizaba en máquinas antiguas, y esas máquinas para los 2000 eran obsoletas, por lo que la mayoría habían sido desmanteladas. Después de rodar por algunos pueblos del interior de la provincia de Buenos Aires y conseguir unos pocos kilos, les llegó el dato de una imprenta de Neuquén que había impreso en ese formato los padrones electorales de la provincia. Así obtuvieron el material restante.

Una vez resuelta esa instancia, había que buscar la mano de obra. La encontraron entre Las Bandas: los seguidores más fieles de Los Redonditos. Así, bajo el más estricto secreto se llevó a cabo la Operación Carnaval 2000, nombre con el que bautizaron la inmensa tarea de fundir y pulir cada uno de los medallones para cada disco. El lugar elegido fue un viejo galpón, cuyo nombre encriptado fue El Templo del Momo.

Además, había que cortar la goma eva que llevaba el armazón del disco, colocar los imanes para que selle la tapa, y sumar las ilustraciones que Rocambole diseñó para cada una de las 11 canciones del álbum. 

Toda esa tarea se desarrolló durante 60 días y 60 noches, con turnos rotativos, siempre con Los Redondos sonando de fondo. Si se terminaba el CD, volvía a arrancar, como en el Día de la Marmota: todos los días, el mismo día.

Poli Castro, manager e integrante de la Santa Trinidad Ricotera, diría en una entrevista a la Revista Rolling Stone: 

“Esto es goma. Esto otro es metal. La medalla del Momo Sampler, que podes sacar y guardártela o quedártela o lo que quieras. Muchos tipos trabajando. Las planchas de goma entran en un balancín. Hay que cambiar la cuchilla permanentemente, para que no quede rebarba. Las medallas están numeradas, ¿ves? Te tocó la 12.487. Tiene 38 gramos cada medallón… ¡Todo artesanal!”

Así, con su modelo autogestivo y sin el patrocinio de grandes marcas, Patricio Rey terminaba por darle cuerpo a su nuevo proyecto. El rey momo se había hecho carne y estaba listo para salir a ocupar los estantes de las cientos de disquerías de la república.

Su llave arrojó, se fue así sin más…

Momo Sampler se presentó oficialmente en Montevideo, Uruguay, el 22 y 23 de abril de 2001. Recién en agosto sería el turno para nuestro país, más precisamente el 4 de ese mes en la ciudad de Córdoba, en el estadio Chateau Carreras (actual Mario Kempes). Había una fecha programada para Santa Fé, pero la misma banda decidió darla de baja argumentando que no había ánimo para fiestas.

En principio se creyó que podría deberse al estado anímico social y político general –y eso tal vez en parte sea cierto- pero lo que dio mayor peso a la fatídica decisión es que el tridente que había guiado los hilos hasta ese momento sufrió una ruptura de la que ya no volvería: Skay y Poli por un lado, y el Indio por el otro.  

Y a partir de este momento, abandonó toda pretensión de objetividad…

El último disco de Patricio Rey fue el primero que tuve en su versión original. Llegó a mí por un regalo que me hicieron mis viejos. Supongo que sería por un festejo de cumpleaños, pero no estoy del todo seguro. Me costó entenderlo en principio –apenas tenía 11 años- pero intuí casi de inmediato de que ese disco que tenía entre mis manos era algo importante, o al menos lo era para mi.

Y si bien Momo Sampler abrió para quien escribe un portal a todo ese universo místico que construyeron Los Redondos, también es cierto que terminó por representar el final abrupto del fenómeno popular de la cultura rock más grande de la historia argentina. 

Me atrevo a decir que toda una generación de pibes y pibas estuvimos a muy poco de poder participar de esas misas y peregrinaciones, pero no llegamos. Después pudimos vivir los recitales del Indio, de Skay e incluso ver espectáculos como Semi-Dawi o la Kermesse Redonda, donde intervienen el resto de los ex-redondos, pero nunca fue lo mismo.

Asumo que muchísimas personas habrán querido ser parte de Woodstock, o ver tocar a Jimmi Hendrix o escuchar cantar a Janis Joplin. Seguramente también están quienes renieguen de no haber sido contemporáneos de Almendra, Serú Girán o Soda Stereo. Y también estarán quienes lamentan profundamente nunca haber escuchado cantar en vivo a Mercedes Sosa. También me pasa un poco de eso, pero con Los Redondos.

Antes de sufrir las impiadosas críticas tildándome de conservador y apolillado, quisiera aclarar que disfruto siempre de muchísima música actual y de géneros muy variados. Doy certeza que la escena local –por fuera del mainstream más rancio- goza de buena salud y está plagada de propuestas genuinas y por demás creativas.   

Y también sé fehacientemente que nada bueno se puede hacer desde la nostalgia ni desde la tristeza. Sin embargo, hay días como éstos en los que siento un hueco que nunca puede terminar de llenar, como a esa caja en la que guardo todos los tickets de los recitales pero siempre falta una entrada, la misma entrada: la de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. 

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