Por Sebastián Bertelli
Vancouver, Canadá, año 2017: Jorge Drexler se para frente a un auditorio colmado y, luego de narrar una historia familiar, comienza a golpear sus manos entre sí, pero esos golpes no son aleatorios sino que siguen un orden y una sincronicidad específica, cada palma golpea con la otra en un tiempo exacto. Lo que está haciendo el músico uruguayo es explicar un patrón rítmico: 1 2 3 – 1 2 3 – 1 2.
Dicho patrón es la guía sobre la que se desarrolla la milonga, el clásico sonido rioplatense, pero es también la esencia y corazón de otras músicas ancestrales que fueron viajando por el tiempo y los espacios hasta asentarse y formar parte del acervo cultural de distintos pueblos. Así lo relata Drexler:
“Este patrón rítmico característico viene desde África. Ya en el siglo IX se lo encuentra en los burdeles de Persia, y en el siglo XIII en España, y desde ahí, cinco siglos después cruza a América con los esclavos africanos. Mientras en los Balcanes se junta con una escala gitana (…) que los inmigrantes judíos-ucranianos llevan a Brooklyn en Nueva York para cantarlo en su salón de fiestas. Y su vecino, un niño argentino de origen italiano, llamado Ástor Piazolla, lo escucha, lo incorpora y transforma el tango de la segunda mitad del siglo XX con su 1 2 3 – 1 2 3 – 1 2 (…)”
El 10 de noviembre se celebra en Argentina el Día de la Tradición, y lo relatado hasta acá quizás nos ayude a pensar/problematizar/cuestionar/reflexionar sobre este último concepto: tradición. ¿Qué entendemos por ello, y qué es lo que estamos celebrando? Si bien hay múltiples aristas posibles de ser analizadas, vamos a detenernos en un aspecto clave de las celebraciones: la música folclórica. Pero primero, vaya un breve marco histórico…
Como tal, el Día de la Tradición se celebra en nuestro país desde 1939. Fue una propuesta del poeta Francisco Timpone para conmemorar las tradiciones gauchas, que terminó siendo aprobada tanto en la cámara de Senadores como en la de diputados de la provincia de Buenos Aires. A partir de 1975, mediante la Ley Nacional N° 21154, se extiende la vigencia de los festejos a todo el territorio nacional.
La fecha elegida es en memoria del natalicio de quien expresara de mejor forma el sentir y las experiencias gauchescas: un 10 de noviembre de 1834 nacía José Hernández, quien en 1872 comenzaría a publicar los relatos de lo que sería su obra cumbre: el Martín Fierro, representante por antonomasia del gaucho argentino.
Contrario a todo lo que pregonara Sarmiento –quien insistía en no economizar sangre de gaucho- el Estado Nacional construyó buena parte de su identidad en torno a su figura y sus costumbres. Así los bailes, canciones, vestimentas y comidas típicos de la cultura gauchesca comenzaron a formar parte de todo el aparato oficial.
¿Quién no bailó en su escuela primaria o secundaria una chacarera o una zamba? ¿Quién no se vistió de paisano para interpretar unos versos al compás de la vigüela? ¿Quién no disfrutó de un desfile de tropillas y pilchas gauchas? ¿Y –especialmente- quién no cantó alguna vez en coro “Zamba de mi esperanza” o “Lunita tucumana”? Las canciones, y el sonido del folclore en general, son quizás la marca más indeleble de la tradición nacional.
Ahora bien, pensar la tradición o el folclore argentino implica siempre un riesgo: la creencia de que algo de eso permanece inalterable a lo largo del tiempo. Como si fuese posible congelarlos y suspenderlos de forma indeterminada y sacarlos a pasear cada 10 de noviembre. El romanticismo que se teje alrededor de todo ese ritual oculta un hecho innegable: nuestro folclore es mestizo: surge principalmente a partir de la fusión de los pueblos originarios, los colonos españoles y los esclavos africanos.
La conquista española trajo consigo dos instrumentos que se convertirían en parte fundamental de la sonoridad típica de nuestras canciones: la guitarra y el violín. Ambos elementos entrarían rápidamente en contacto con los sonidos propios de los pueblos originarios, y se amalgamaron armoniosamente con instrumentos de viento –como quenas y sikus- y de percusión, como la caja o algunos tipos de tambores.
Esa conjunción, más la creación del charango –inspirado probablemente en la mandolina europea- daría origen a uno de los sonidos más alegres y característicos de estas latitudes: el huayno, conocido popularmente como carnavalito.
El aporte africano se dio principalmente con las rítmicas traídas por los esclavos. Si bien su influencia es particularmente evidente en ritmos más bien rioplatenses, como la milonga, el candombe o la murga, también fueron necesarios para la creación de estilos que se forjaron principalmente en el noroeste de nuestro país, como la chacarera o el gato.
En el litoral, serían los pueblos guaraníes quienes mezclados con los jesuitas desarrollarían instrumentos clave, como el arpa paraguayo. Posteriormente añadirían también el uso de lo que terminó siendo el sonido más identificable de la música litoraleña: el acordeón, que es imposible disociar del chamamé.
Así, según las regiones y las culturas, la música que hoy reconocemos como autóctona fue tomando forma, acompañando y relatando las vicisitudes de personajes y personas que se convirtieron en clásicos populares, como “El Arriero”, “El Humahuaqueño, o “Luna cautiva”.
Sin embargo, lejos de detenerse en su evolución, la música folclórica siguió añadiendo nuevos instrumentos y colores a sus canciones.
Primero fue el piano –vinculado mayormente a la música clásica y la música afroamericana, como el blues y el góspel- y luego, inevitablemente, fueron arribando los instrumentos eléctricos: bajo, guitarra y órgano.
Aparecieron además las baterías –siempre asociadas al rock- y nuevos elementos percusivos como congas, bongos y shakers, que se acoplaron con el clásico bombo legüero. En la misma sintonía, los sikus y quenas ya no estuvieron solos habitando el aire porque comenzaron a tener la compañía del viento generado por flautas traversas, trompetas y saxofones.
En el medio claro, aparecieron los detractores más puristas del género argumentando que lo único que lograba la inclusión y diversificación de sonidos no era más que un camino irreversible hacia la pérdida de identidad. Para esta corriente, folclore era entonces Atahualpa Yupanqui, Horacio Guarany, Los Chalchaleros, y no mucho más que eso.
La identidad y la tradición entonces vista desde esta óptica sumamente conservadora, consiste en la repetición mecánica de determinados patrones como forma de asegurar que ciertas cualidades permanezcan prístinas, ignorando –consciente o inconscientemente- que esas cualidades nunca estuvieron en realidad en un estado de quietud.
En contraposición, aparece una voz autorizada, referente indiscutido de la música popular, la del Chango Spasiuk, que afirma lo siguiente:
“La verdadera tradición consiste en una fuerza vivificadora del presente. Entonces lo que se llama la tradición es fuego que todo el tiempo nos hace pensar en el ahora, en el aquí y ahora. Eso está totalmente vivo y las nuevas generaciones lo toman, se hacen responsables de eso y hacen lo que pueden, hasta donde pueden y con las herramientas que tienen (…) Por eso digo que cualquier búsqueda es legítima si está hecha con corazón y con verdad. El concepto errado de tradición es creer que las cosas tienen que quedarse estáticas y no se tienen que mover”.
En esas búsquedas legítimas es que andan miles de artistas que parten de las músicas ancestrales, y hacen suyas las voces consagradas, pero que también le dan un vuelo distinto e innovador al folclore, logrando una alquimia en la que el folclore tradicional se confunde –en el buen sentido- con el rock, la música electrónica, el tango y la cumbia.
Sin ánimos de ser exhaustivos, porque el mapa es demasiado extenso como para abarcarlo en pocos renglones, figuran en ese mejunje de sonidos nuestros, músicos/as con años de trayectoria y reconocimiento nacional, como Divididos, Lisandro Aristimuño o –más recientemente- Milo J, y otros/as quizás con menor renombre pero con búsquedas igual de genuinas e interesantes, como Duratierra, Catalinatom, Nación Ekeko, Triángula o Clara Cantore.
Entonces, lo que en principio puede sonar como una paradoja, es en realidad lo característico de nuestra tradición: un movimiento diverso que se va nutriendo y metamorfoseando de manera constante, con períodos de mayor o menor creatividad, pero siempre intentando hallar y recorrer esos caminos con corazón.
Quizás nos toque entonces cada 10 de noviembre celebrar que, además de protagonizar y festejar un conjunto de hábitos y costumbres, también las estamos construyendo permanentemente. Somos parte de todo eso que nos legaron, pero también somos partícipes de todo lo que edifiquemos con las herramientas heredadas para seguir alimentando, cuestionando, diversificando y transformando nuestras tradiciones.



