El 12 de mayo del 2022 se publicó la Resolución Nº 27/2022 del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca de Argentina, autorizando la comercialización del trigo IND-ØØ412-7, mejor conocido como Trigo HB4. La particularidad de este trigo es su tolerancia a la sequía…y al glufosinato de amonio, un herbicida aún más tóxico que el conocido glifosato. ¿Por qué tanta insistencia con este trigo? ¿Cuáles son las posibles consecuencias de su utilización en la producción? ¿Un nuevo transgénico llegará a nuestra mesa?

La historia del trigo transgénico comenzó hace varios años, pero fue en 2016 donde consiguió la autorización del Servicio Nacional de Sanidad Agroalimentaria (SENASA) y, en 2018, de la Comisión Nacional de Biotecnología (CONABIA). Tras estos primeros pasos, en octubre del año 2020 en plena pandemia, el Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca de Argentina autorizó una primera comercialización, pero su autorización final estaba supeditada a que Brasil, principal comprador del trigo argentino, acepte importar esta variedad de trigo. Tras más de un año de espera la autorización brasileña llegó a fines del 2021, por lo que el último impedimento para el uso del trigo de parte del gobierno había sido saldado. A esta se le sumó la autorización de Nueva Zelanda y Australia. 

Ya con la publicación de esta primera autorización del trigo transgénico, más de 1.400 científicxs argentinxs publicaron una Carta Abierta al Gobierno Nacional expresando su preocupación  sobre los peligros que trae este nuevo proyecto transgénico. Paralelamente, organizaciones sociales y ambientales lanzaron la campaña ¡Con nuestro pan NO! 

Tanto la campaña como la carta, expresan que el trigo HB4 está genéticamente modificado con dos fines: uno, la resistencia a la sequía (y principal argumento de quienes lo promueven para lograr su aceptación) y el segundo, para tolerar la aplicación del herbicida glufosinato de amonio (cuestión que olvidan mencionar quienes, justamente, lo promueven). El glufosinato es un herbicida, según la FAO, 15 veces más tóxico que el glifosato, cuyas consecuencias sobre territorios y comunidades en Argentina es ampliamente conocida y documentada. 

En su carta, lxs cientificxs denunciaban que “esta autorización remite a un modelo de agronegocio que se ha demostrado nocivo en términos ambientales y sociales, causante principal de las pérdidas de biodiversidad, que no resuelve los problemas de la alimentación y que amenaza además la salud de nuestro pueblo confrontando la seguridad y la soberanía alimentarias. Esto nos lleva a cuestionarnos acerca de los supuestos beneficios que traería aparejado”. 

Entonces, si el trigo transgénico atenta contra la naturaleza y la sociedad ¿Quién se beneficia con esta medida? ¿De qué desarrollo hablamos? ¿Qué son estos “avances” tecnológicos? ¿La ciencia siempre está al servicio de mejorar la calidad de vida de las personas? Hay varias cuestiones que se desprenden cuando se habla sobre el trigo transgénico: ambientales, sociales, económicas…pero antes que todo, ¿qué es el trigo transgénico?

Trigo HB4: el pan transgénico de cada día

El trigo HB4 fue diseñado en Argentina por un equipo de cientificxs dirigidxs por la bioquímica Raquel Chan y financiado por Bioceres, una empresa de origen nacional, en donde participan pesos pesados como el millonario Hugo Sigman (presidente del Grupo Insud, quien tomó notoriedad en la pandemia por ser el dueño del laboratorio que cerró el acuerdo para producir a la vacuna AstraZeneca en el país), Gustavo Grobocopatel (el llamado “rey de la soja”) y Víctor Trucco (presidente honorario de Aapresid, cámara que reúne a empresarios referentes del agronegocio e impulsores de los transgénicos en Argentina). 

Desde fines del siglo pasado, y particularmente con la aprobación de la soja transgénica en 1996 en Argentina de la mano de Felipe Sola, se observa una tendencia que se profundiza cada año en muchos países de la región: el avance del agronegocio basado en el uso indiscriminado de agrotóxicos y centrado en semillas transgénicas resistentes a  herbicidas. 

Los agrotóxicos (también conocidos como agroquímicos o plaguicidas para evitar nombrar su toxicidad) son  sustancias químicas que se utilizan con fines agrícolas y tiene como objetivo matar a todo insecto, hongo o planta que se considere “no deseados”, dejando “limpio” al campo para que solo crezca el cultivo transgénico (resistente, justamente, al herbicida). 

El caso emblemático de la soja, resistente al glifosato, se fue expandiendo año a año desde el centro hacia el norte del país, alcanzando hasta países limítrofes (Brasil, Paraguay, Uruguay, Bolivia), dando lugar a la llamada “República Unida de la Soja”, publicidad utilizada por uno de las grandes corporaciones multinacionales del mercado de semillas y agrotóxicos: Syngenta.  

La introducción de los cultivos transgénicos trajo consigo una alteración de los sistemas socioproductivos y ambientales. Por el lado socioproductivo, la soja ha implicado el desplazamiento de miles de productorxs familiares y campesinxs de sus tierras, que no pueden financiar un paquete tecnológico totalmente atado al dólar. Además, con estos desplazamientos y expulsiones, también se perdieron una gran variedad de alimentos que producían estxs productores para reemplazarlos por soja, cuyo destino son principalmente exportaciones. 

Por el lado ambiental, en pos de combatir las malezas en los monocultivos, cada vez se necesitan mayores aplicaciones de agrotóxicos para “limpiar” los campos, por lo que esto redunda en que, por ejemplo, una localidad de la provincia de Entre Ríos muestra una de las concentraciones de acumulación de glifosato más altas a nivel mundial. Ni hablar de los impactos sobre las poblaciones por las fumigaciones: cada día se acumulan miles de denuncias de escuelas, comunidades y pueblos originarios que son fumigados. 

Es la experiencia acumulada por la soja transgénica, cuyas consecuencias son, generalmente, irreversibles, las que llevaron a lxs científicxs y organizaciones sociales a denunciar el avance del trigo transgénico. Además, su aprobación se hizo a espaldas del pueblo, dado que no se organizó ninguna consulta popular acerca de las implicancias de la búsqueda de aprobación de este trigo, violando así al también recientemente aprobado Acuerdo de Escazú  (Ley No. 27 566). 

Con la adhesión de Argentina a este acuerdo en 2021, el país se comprometió principalmente, a garantizar la implementación plena y efectiva de los Derechos de Acceso a la Información Ambiental, propiciar la participación pública en el proceso de toma de decisiones y favorecer el acceso a la justicia en asuntos ambientales, así como la creación de instrumentos que permitan la protección y seguridad de los defensores ambientales. Para este caso, nada de esto se hizo. 

El Colectivo Trigo Limpio elaboró un comunicado en el cual advierten que el uso del trigo transgénico  “resultará no solo en una mayor contaminación por agrotóxicos, que de por sí ya es altísima e inaceptable, sino también en la expansión de los cultivos de soja en detrimento de ecosistemas semiáridos de Argentina” y agregan que “los actuales modos de producción y apropiación de la naturaleza en sinergia con el cambio climático, derivado del calentamiento global y la consecuente pérdida de biodiversidad, están acercando peligrosamente a la biosfera hacia los límites de posibilidad de la vida misma”. En otras palabras, seguir apostando a un modelo de producción transgénico, dominado por el agronegocio, nos adentra más y más en la crisis climática en la que estamos metidos. 

Una cuestión adicional, es que al daño socio ambiental de los transgénicos y el modelo de producción que tienen detrás, es que, una vez cultivado este trigo HB4, tiene posibilidades de contaminar otros trigos no transgénicos por mezcla o fecundación cruzada, lo que redundaría en una más rápida expansión de este tipo de trigo. 

Por lo tanto, y a pesar de que varios productores se mostraron en contra de sembrar esta variedad de trigo, de empezar a utilizarse nadie quedaría exento de los riesgos a mediano plazo. Y eso implica que la harina que llega todos los días a nuestra mesa, a través del pan, de las pastas del domingo, de las medialunas, podría ser harina transgénica. 

Trigo Transgénico: más agronegocio, más dólares, ¿pero a qué costo?

Parte del agronegocio, que impulsa este trigo, basa su producción en un modelo extractivista que aboga por la mercantilización de nuestra semillas a través del monocultivo extensivo junto a la aplicación de agrotóxicos. La venta es destinada casi que exclusivamente a la exportación (que el gobierno no busque poner retenciones porque aparecen los tractores en Plaza de Mayo), y la rentabilidad como único criterio. 

Lo peor es que este modelo ni siquiera busca producir alimentos, sino solo commodities, que se colocan en los mercados internacionales, sin importar la situación del país, ni siquiera con los índices de pobreza y hambre actuales. Siendo la soja el máximo exponente de las consecuencias de este modelo, parece que vivimos un deja vu menemista, donde los gobiernos pasan pero el agronegocio no solo se queda, sino que se profundiza. Sin distinguir entre gobiernos neoliberales o nacionales y populares, a la hora de pensar la producción de nuestros alimentos, continúan primando modelos especulativos basados en monocultivos y agrotóxicos. 

Tras la aprobación de la soja transgénica en 1996, y según el último Censo Agropecuario del 2018, Argentina destina al menos el 30% de su superficie cultivable sólo a este cultivo, cuyo uso radica en ser el alimento de cerdos y peces en China, dejándonos aquí suelos contaminados, deforestaciones, pueblos fumigados y ecosistemas devastados. 

La pandemia y la posterior guerra en Ucrania, abrió un sin fin de preguntas y cuestionamientos acerca de la soberanía política y económica de cada país. Ninguno de los dos hechos detuvieron al agronegocio (ni a la acumulación capitalista en general) sino que acentuó muchas tendencias y tensiones previas. Ambas situaciones, y particularmente la guerra en Ucrania, vinieron acompañadas de una escalada de la suba de precios internacionales de los principales commodities, tales como el petróleo, el gas, soja, maíz, el oro…y también el trigo. 

Entre finales del año pasado y junio de este año, el precio del trigo varió un 14% en dólares (con picos del 50% a lo largo del semestre, con su consecuente impacto en la inflación interna). Siendo Rusia y Ucrania, dos de los principales exportadores de trigo a nivel mundial pero con dificultades para producir o exportar, Argentina avanza en la autorización de una variedad de trigo cuyas consecuencias e impactos que podrían tener no conocemos. 

¿Qué pasaría si Brasil, Australia o Nueva Zelanda retiraran su autorización de esta variedad? ¿Por qué seguir insistiendo con un modelo de negocios y variedades transgénicas cuyos impactos son visibles e irreversibles (al menos en el corto y mediano plazo), como es el caso de la soja? ¿Por qué seguir apostando a un modelo dominado por privados y que no hace foco en la soberanía alimentaria? ¿Acaso la ciencia no puede orientarse más hacia soluciones que retomen las necesidades populares y no que vayan a engrosar los bolsillos del agronegocio?

Estas preguntas, en el contexto de crisis climática actual, que la persistencia del agronegocio tiende a profundizar, lleva a pensar en la urgencia de orientar los esfuerzos hacia el armado e implementación de otros modelos de producción de alimentos. Allí es donde emerge como respuesta la agroecología, impulsada por organizaciones de la agricultura familiar y campesina como alternativa al proyecto de muerte del agronegocio.

La agroecología hace foco en la producción local de alimentos sanos y soberanos, en la generación de puestos de trabajo, en la regeneración del ambiente y de los paisajes, en el cuidado de la tierra tal como lo muestran los emblemáticos casos de La Aurora y la Red Nacional de Municipios y Comunidades que Fomentan la Agroecología (RENAMA).

La discusión debe orientarse entre dos modelos: si la política local decide  apostar  al agronegocio, un sistema de muerte y destrucción ambiental que solo beneficia a un puñado de corporaciones; o si comienza una transición y apuesta en la producción diversificada de alimentos, la producción en manos de agricultores familiares y campesinxs, generando trabajo, arraigo rural y alimentos sanos y accesibles. 

El gobierno ya cuenta con una Dirección Nacional de Agroecología, que depende del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca (aunque bajo la dirección de Julian Dominguez, sobre el cual puede leer algo más haciendo click acá),  y recientemente reglamentó la Ley de Reparación Histórica de la Agricultura Familiar, por lo que políticas para el sector existen. 

Pero, resta destacar dos aspectos: en primer lugar sin acceso y una distribución más igualitaria de la tierra, se dificulta cualquier gran transformación socioproductiva y en segundo lugar, existe una contradicción entre fortalecer la agricultura familiar y proteger al agronegocio, dado que el avance de uno implica el retroceso del otro y viceversa (Para leer más sobre el rol que puede jugar la ciencia en esta transición hace click acá)

Mientras esta nota estaba en redacción, la justicia de la Provincia de Buenos Aires (PBA) prohibió temporalmente en el ámbito de la provincia al uso del trigo transgénico “hasta tanto se implemente la Comisión de Biotecnología y Bioseguridad Agropecuaria a los efectos de elaborar un informe con sus recomendaciones respecto a la introducción y liberación de de material transgénico y sus efectos en los recursos naturales, la salud, la producción y la comercialización”. 

Dario Aranda, en la nota donde comenta sobre este fallo, explica que la comisión de Biotecnología que debe evaluar a los transgénicos debía haber sido creada hace más de 20 años. El fallo es motivo de celebración, pero igual solo supone un resguardo momentáneo y que abarca solo a la PBA, pero podría ser replicado en otras provincias. Mientras tanto es necesario continuar cuestionando al agronegocio y su modelo extractivo de negocios, para así avanzar con otras alternativas más justas, soberanas y ambientalmente responsables.