“El problema no es la representación de los cuerpos, el problema es cómo esos cuerpos se vuelven paisaje ante la cámara” dice una de las protagonistas que se propone filmar una película pornográfica, casi como un alter ego de la propia Carri. Iniciamos un viaje que inunda la pantalla durante casi dos horas con escenas de sexo entre mujeres e identidades disidentes. ¿Pos porno? ¿Pornografía contra-hegemónica, antipatriarcal? Tal vez sea -nada más ni nada menos- un intento por producir una incomodidad, una mirada que interpela, que cuestiona el patrón universal de la pornografía comercial en donde generalmente se busca y se muestra el placer masculino. Es eso lo que, a grandes rasgos, propone Las hijas del fuego. “Muestra un viaje, un traslado hacia otro lugar, pero también un viaje subjetivo de esas mujeres” sintetizó la realizadora luego de una proyección en la ciudad de La Plata en 2018. Ese viaje subjetivo es la representación de un amor entre dos mujeres que, en el transcurso de una travesía en un micro escolar, se va convirtiendo en una comunidad poliamorosa.

Esos cuerpos que se vuelven paisaje ante la cámara son cuerpos diversos, de mujeres e identidades disidentes. Se muestra todo aquello que se escapa de los cánones de belleza hegemónicos del cuerpo femenino para el consumo masculino (incluso cuestionando la propia construcción de esos cánones), de la silueta geométricamente diseñada o retocada para uso de las grandes empresas cinematográficas.

Como espectadora, entiendo que allí reside la particularidad de la mirada de Carri: poner en la pantalla todo lo que nunca es mostrado, lo que nunca es representado, lo que nunca vale la pena contar. Y su contracara: lo que da pudor mirar. Nos hace viajar también a quienes estamos del otro lado de la pantalla. Llegamos, a través de la cámara, a las lenguas, a los dedos, a los dildos
dentro de una vagina. Una con otra, algunas con algunas, todas con todas. Se abre el juego para todas las combinaciones posibles.

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¿En qué consiste la contra-sexualidad? ¿Qué implicancias tiene? Siguiendo los postulados de Paul B. Preciado en Manifiesto contrasexual (Anagrama, 2011) se trata del “fin de la Naturaleza como orden que legitima la sujeción de unos cuerpos a otros”. La sexualidad, en este esquema, es concebida como tecnología de producción de cuerpos no
heterocentrados. Lo que se pone en discusión aquí es el sistema heterosexual en su conjunto, entendido como un aparato social de producción de feminidad y masculinidad que divide y fragmenta el cuerpo, reduciéndose la superficie erótica a los órganos sexuales reproductivos. La contra-sexualidad se constituye, entonces, como un intento por producir formas de placer-saber alternativas de la sexualidad. No se trata únicamente de una mera resistencia a una opresión o una prohibición. Preciado nos habla de una contra-disciplina sexual.

¿Qué implica, entonces, pensar en prácticas de contra-sexualidad? A modo de primera aproximación, tal vez nos permita imaginar otra forma de construir vínculos, otra manera de relacionarse con otros cuerpos, una instancia alternativa de explorar y habitar la sexualidad, de priorizar el derecho al goce y al placer desde la autonomía de los cuerpos.

En otros términos, se trata de un intento por poner en discusión las normas que instauran -a base de repetición- una manera de concebir y construir los cuerpos que intentan confinar el ejercicio de la sexualidad dentro de los límites del sistema heterosexual. La propuesta de Preciado es de carácter político: nos habla de un acuerdo, de un pacto voluntario. Una de las premisas fundamentales de este manifiesto es la separación entre las actividades sexuales y las actividades reproductivas. Aquí entran en juego el placer y el goce como parte constitutiva de esta otra forma de entender y vivenciar la sexualidad.

Desde aquí partimos para subvertir las bases del sistema heterosexual, para repensar sus implicancias y su impacto en la producción y reproducción de relaciones de poder. Se trata de un intento por visualizar posibles prácticas sexuales contra-hegemónicas que reviertan el carácter opresivo del sistema heterocentrado. Pensar nuevas relaciones -una contra- sexualidad- en donde las mujeres y las identidades disidentes se constituyan verdaderamente como agentes con plena decisión sobre sus cuerpos, entendiendo la vivencia del goce y el placer como el fundamento último de la sexualidad.

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Las hijas del fuego es una provocación de principio a fin. Desde una de las primeras escenas, donde vemos durante un tiempo prolongado a una pareja de mujeres teniendo relaciones sexuales, dildo y eyaculación mediante; pasando luego por tríos y orgías sadomasoquistas multitudinarias. Tal vez una de las escenas más logradas visual y conceptualmente es la que muestra a tres mujeres en el altar de una iglesia: una de ellas recostada sobre una mesa –suponemos que es desde donde algún cura oficia las misas dominicales- mientras otra le practica sexo oral y la tercera le lame los pezones. Hay una cuarta integrante, a la entrada de la capilla, masturbándose mientras observa esa ceremonia sexual. Hablamos de contra-sexualidad, no ya como una categoría analítica o como un posible marco teórico, sino como un posicionamiento político profundamente disruptivo. No sólo se muestra el goce femenino comunitario, sino que además tiene lugar en una de las instituciones más emblemáticas de la opresión heteropatriarcal como es la iglesia católica: promotora de la castidad, de la virginidad hasta el matrimonio, de la sexualidad ligada únicamente a una función reproductiva, de la maternidad como destino inevitable de las mujeres.

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¿Es posible ubicar el largometraje de Albertina Carri dentro del paradigma de la contra- sexualidad? Lo que se busca aquí es resaltar la potencia de la difusión de una propuesta política a través del cine. Se trata de alentar otras formas de comunicar estos otros mundos posibles, estas otras formas de vivir y mostrar la sexualidad. Aquí reside uno de los más valiosos aportes de la obra de Carri: ver en pantalla lo que rara vez nos permiten y -también hay que decirlo- nos permitimos ver. Este intento por mostrar lo que nunca vemos es esencialmente disruptivo.

Cuando en la pantalla aparece en un primerísimo primer plano la vagina de una mujer que se está masturbando sin dudas hay una intención de mover algo del otro lado, de instalar ante todo una pregunta: ¿por qué nunca se ve en el cine pornográfico una vagina en primer plano, una mujer masturbándose en primer plano? ¿Qué sucede con esos cuerpos, con ese goce? ¿No hay lugar para lo que no tiene como consumidor final al espectador varón, para toda aquella representación que no haga un culto del falo?

Carri, en Las hijas del fuego, viene a reclamar un lugar. “Llevo 45 años sin sentirme representada en  que se muestra de los vínculos y de la sexualidad en el cine; y eso es mucho tiempo” expresó ante la pregunta por el riesgo de la redundancia. Es cierto que casi dos horas de sexo en la pantalla pueden generar algo de saturación. Esa redundancia, admite Carri, existe y es necesaria. Es necesaria, me permito agregar, porque nunca es demasiado cuando algo ha estado siempre ausente. Aquí entonces reside la apuesta: todo eso que nunca vimos ahora explota en la pantalla con la potencia de un orgasmo interminable.

Las hijas del fuego (Argentina, 2018)
Dirección y guión: Albertina Carri
Duración: 115 minutos
Producción: Gentil
Fotografía: Inés Duacastella, Soledad Rodríguez
Reparto: Disturbia Rocío, Mijal Katzowicz, Violeta Valiente, Rana Rzonscinsky, Canela M., Ivanna Colonna Olsen

Por Mariana Sorgentini