En una entrevista del año 1977 Clarice Lispector respondía -visiblemente agotada y con una seguridad aniquilante- una última pregunta sobre la posibilidad de renacer en cada nuevo trabajo: “Ahora morí. Vamos a ver si renazco. Por ahora estoy muerta. Estoy hablando desde mi tumba”. Unos minutos antes había hecho una aseveración categórica que anticipaba la sentencia: cuando no escribo, estoy muerta. 

Hay algo en ella, en su forma de presentarse en esa entrevista, del orden de lo misterioso, de lo indescifrable: la permanencia de su ceño fruncido a lo largo de los 22 minutos que dura la conversación, su mirada punzante, la rigidez de su postura, en definitiva, la sensación de que no quería estar ahí. Ante la pregunta sobre cuál era, a su entender, el rol de los/as escritores/as brasileños/as de su tiempo respondió casi a modo de provocación: hablar lo menos posible. 

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Lejos de la idea de hermetismo o de difícil acceso que se construyó alrededor de su escritura, en los diecisiete cuentos incluidos en Dónde estuviste de noche (El cuenco de plata, 2012) hay una invitación a detenerse en las cosas simples, a demorarse en ellas para encontrarse con algo de lo vivencial, de lo mundano y también de lo fantasioso que habita en lo presumiblemente realista.

Como en un caleidoscopio, lo poético permite encontrar en las palabras espejos que al enfrentarse unos con otros proyectan imágenes siempre distintas a sí mismas (“cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”): el silencio y sus formas de habitar sin dejar rastros, la invención de la medición del tiempo, mirar por una ventana y ver dentro de sí misma, ser un cuerpo que en el mar rompe olas como la proa de un barco… Es precisamente en Las aguas del mar -un cuento de apenas una página y media- que se describe un ritual iniciático con la fuerza de un relato visual, una imagen que toma la forma de un recuerdo en primera persona: la entrada de una mujer al mar en una playa vacía a las seis de la mañana. 

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 Clarice Lispector asimila la escritura a un estado de vitalidad: “Cuando no escribo, estoy muerta”. Podría decirse también: “Cuando escribo, vivo”. En Seco estudio de caballos leemos: “¿Qué es un caballo? Es la libertad tan indomable que se vuelve inútil aprisionarlo para que sirva al hombre: se deja domesticar pero con un simple movimiento rebelde de cabeza -sacudiendo las crines como una cabellera suelta- muestra que su naturaleza íntima es siempre bravía y límpida y libre”.

Escribir es, también, escribirse a sí misma. Clarice creó mundos que, aunque permanezcan escondidos, dejan pistas a través de su vasta obra para ser encontrados. Y también para encontrarla a ella, en alguno de esos mundos, aún escribiendo.

Por Mariana Sorgentini