Camila Sosa Villada escribe su nacimiento, el que se da a sí misma. El que sucede luego de haber encontrado tantas veces la muerte en una esquina, en el secreto obligado de un niño que en la adolescencia sería un cuerpo clandestino de mujer azotado por la furia alcohólica de su padre. De esas muertes nace también la escritura y, con ella, la posibilidad de narrar aquellas vidas que se extinguieron pero que siguen latiendo en alguna parte porque todavía tienen algo para decir. Camila escribe el desgarro sin buscar compasión, despojándose de la solemnidad que suele imprimirse al retrato del dolor. Una herida que comienza a cicatrizar con el trazo de la escritura. Un acto de autorreparación.
Aunque no se trata sólo de eso. En 2015 publicó La novia de Sandro, un libro de poemas tallados a mano que tienen la potencia que tienen las palabras cuando inauguran una nueva lengua. Camila se ocupa del deseo, de la fiesta de la reconversión en un cuerpo vivo, visible, propio. Escribe sus vínculos -en especial el que construye consigo misma-, los recorre de un extremo al otro. Cuatro años más tarde publicó Las malas, una novela con la que obtuvo reconocimiento masivo y distinciones a nivel internacional. Allí retrata la vida de una comunidad travesti que ejerce la prostitución en las penumbras de un parque en pleno centro de la ciudad de Córdoba. El cuero se hace duro como la corteza de un árbol -una piel cubierta con las espinas de un palo borracho- para resistir las golpizas de la policía. Camila narra con profunda sensibilidad poética el sufrimiento, la violencia, el temor a morir cada noche, la inocencia que se pierde como un velo que cae y que desde la infancia la obliga a mirar con ojos adultos la aspereza de la vida en la pobreza. Pero más esencialmente es el retrato del amor de la cofradía travesti que es abrigo en la intemperie; el registro del ritual de iniciación que convierte la jaula en pájaro.
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El viaje inútil (Ediciones Documenta/Escénicas, 2018) es un recorrido por algunas de esas emociones y vivencias, pero fundamentalmente es un manifiesto de la escritura como forma de estar en el mundo, como afirmación del deseo que la atraviesa. “No lamento los períodos de no escritura, al contrario, los celebro como los espacios en negro que no puedo explicar en mi vida (…) Si el deseo no está, la escritura no sucede e intentarlo -querer escribir eso que no nace del deseo- es matarse un poco y matar con nosotros a la literatura”.
El recorrido empieza así: su padre le enseña a escribir. Ese padre hosco, enojado con el mundo, obsesionado con que su hijo varón no sea el maricón del pueblo (”yo acabo por ser todo lo que mi papá nunca hubiera querido para un hijo”), también fue quien sentaba a ese niño en su regazo con un cuaderno y un lápiz a escribir letras y números. Su madre, aturdida de tanto no vivir, acostumbrada a ser una sombra, lo protege con la intuición de una sobreviviente: le enseña a leer. Con el descubrimiento temprano de ese tesoro, ese niño pudo empezar a armarse otro mundo, un refugio, un lugar desde donde construir su salvación.
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Algo de lo que muere queda vivo si está escrito. Dice Marguerite Duras: “Lo escrito ya no sabrá dónde meterse para esconderse”. Tal vez se trata de eso, de escribir para dejar rastros. Incluso los mundos inventados por la escritura -dice Camila- hablan sobre quien escribe: la fantasía, la ciencia ficción, la mentira. Y, en un movimiento dual, la escritura parece convertirse en un pasaje hacia la invención de la propia existencia: “algunas cosas en mi vida comienzan a ser después de ser escritas”.